727 La señora del chucho
Emma es una mujer treinteañera, casada y con dos niños pequeños. Vive a las afueras de un pueblo con poca población pero que en verano se llena de gente. Lleva una vida muy común, sin sobresaltos ni novedades en exceso. Tan solo se dedica a sus cosas, cuida la casa y de sus hijos, y en sus ratos libres se dedica a pintar, leer o pasear. Siempre es acompañada por su fiel perrito, una de esas miniaturas que más que ladrar chillan. El caso es que le hace compañía.
Ya es verano, un día de primeros de julio que dista mucho de ser caluroso. Pasan poco las siete de la tarde cuando Emma está sentada en su porche leyendo un libro. De repente levanta la cabeza y ve pasar por la carretera un par de muchachos corriendo. Uno es extremadamente alto y el otro, aunque no tanto, también lo es. En estos momentos pasan por la mente de nuestra señora muy extraños pensamientos. Siente algo nunca antes experimentado y no puede apartar su vista de aquel segundo muchacho. Tendrá unos veinte años y lo cierto es que posee un gran atractivo. Unas buenas proporciones y una cara de gran magnetismo son sus dos bazas.
Antes de que pueda darse cuenta los dos han salido de su ángulo de visión. Emma se ha quedado pálida y se da cuenta de que respira entrecortadamente. No es posible que le haya pasado esto. Y con un muchacho tan joven para ella. Va a la cocina y se refresca un poco la cara. En verdad se ha enamorado del muchacho. Bebe un vaso de agua y pronto cae en la cuenta de que tiene que volver a pasar. Así que corre hacia el porche y espera con impaciencia el regreso que no se hace esperar. A eso de las ocho menos cuarto vuelven los dos sudando como pollos. Ahora le gusta aún más, con su piel de un tono dorado que brilla con el sol.
Al día siguiente Emma está leyendo a las siete en el porche, esperando a que vuelvan a pasar. Y así es. Desde ese momento estará siempre pendiente de la hora para no perderse la caminata. El día que no puede lo siente mucho y no hace sino pensar en él.
Y va pasando el verano. Y pasan los días y los meses, hasta que llega septiembre. Su marido tiene vacaciones y decide ir un día a la playa. No puede decir que no así que, aún sintiéndolo mucho, tiene que perderse al muchacho. Todo el día pensando en él, en cómo irá vestido, en cómo llevará el pelo,… y no puede esperar a verlo. Pero al día siguiente él no va, ni su compañero. Y espera pacientemente una y otra vez a que pase, y no pasa.
A las dos semanas de aquello, sale a barrer su parte de la acera y se junta con una vecina. Hablan de cosas banales cuando Emma encuentra unos cristales en el suelo. “Oye, ¿de qué son estos cristales?” “¡Ay!, pues no los había visto. A lo mejor son del golpe que se oyó la otra tarde…” “¿Un golpe? ¿Pero qué pasó?” “¡Ay!, hija, no sé. Yo estaba cosiendo en la salita y se oyó un porrazo. Pero no sé de qué fue ni nada.” Y entre las dos barren los cristales.
Emma no ha vuelto a ver al muchacho. En realidad el otro también dejó de ir. Quizás se han ido ya, ha terminado el verano. Pero pasa el invierno y no se puede olvidar de él. Y los meses corren hasta llegar, otra vez, al mes de julio.
Una tarde, Emma se pone a barrer la puerta. Serán más o menos las siete y como ya es costumbre en ella, mira por si acaso. Y no se encuentra al muchacho, pero sí a su compañero. “Habrá vuelto éste nada más, pero seguro que pronto llega él”, se dice. Y así pasan los días y sigue sin aparecer. Y pasa el verano. Y pasan los años. Pero Emma no puede olvidar aquella cara que, tarde tras tarde, le deleitó con el vaivén de sus piernas en un rítmico sinfín. Y aún sigue enamorada.
Autor | Gamusino
Celso Bergantiño | @moradadelbuho