Diremos adiós dentro de ...

La ventana.

Imagen | El Rincón de TatoJimmy.

La ventana Todos los días, después de levantarme y asearme, mientras lucho contra mis bostezos me asomo a la ventana.

Allí, con mi taza de café con leche humeante, me gusta contemplar cómo la ciudad comienza a despertar después de su letargo nocturno. Me gusta ver a la gente que pasa, y adivinar sus profesiones, sus estados de ánimos.

Mi calle, a pesar de todo, es tranquila, y después de un tiempo ya tenía conocido a todos mis vecinos, desde la madre que sale con sus dos hijas camino de la escuela (siempre con prisas, como si el colegio fuera a desaparecer de un momento a otro) hasta el tendero que, rascándose los ojos y con las marcas de las sábanas aún frescas en su rostro, se dirige a abrir su pequeño comercio.

Sin embargo, una fría mañana de diciembre, pasó corriendo, justo por debajo de mí, un joven al que nunca había visto. Corría a gran velocidad, y desde mi ventana pude percibir su respiración agitada y las gotas de sudor que le resbalaban por la frente. Pasó como un suspiro, casi como un relámpago por delante de mis ojos para perderse al final de mi calle.

A la mañana siguiente, a la misma hora, volvió a pasar. Y a la siguiente. Y a la otra. Siempre solo, siempre con el mismo ritmo frenético, sin detenerse jamás o aminorar el paso. Siempre a la misma hora, indiferentemente el día o el tiempo. En ocasiones llegaban a mí los golpes de sus zapatillas deportivas resonando en la calle, como si intentaran seguir el pulso de aquella ciudad que comenzaba el día ajena a las carreras de aquel joven.

Nunca le vi la cara, ya que nunca hizo ningún gesto que no fuera correr con la vista al frente. Nunca le vi detenerse, mirar a los lados, variar su rumbo. Siempre a la misma hora, con el mismo aspecto. Y con aquella condenada prisa. Todas las mañanas me acomodaba en la ventana, esperando a verle pasar. No tenía ningún otro interés que no fuera saber si algún día no pasaba, si alguna mañana no acudía a su cita con el deporte.

Pero siempre aparecía y desaparecía con la misma rapidez, de tal forma que si no fuera por el hecho de que lo hacía todos los días, habría pasado desapercibido incluso para mí.

Me preguntaba porqué corría con aquella velocidad, con aquella furia. Seguramente se tratará de unos de esos fanáticos del deporte, que pretenden destacar incluso jugando a las canicas. Un muchacho joven que se cuida. Fin de la historia.

Tal vez incluso fuera un deportista más o menos profesional que comenzaba con una vigorosa carrera (a saber de cuantos kilómetros) su rutina de entrenamiento. Y de repente…

Era una mañana fría: había helado por la noche y el pavimento brillaba congelado. Aquella mañana la calle aparecía más vacía que de costumbre: la gente parecía sucumbir al calor de sus hogares, demorando la hora de salida.

Me preguntaba si aquel día la señora llegaría de nuevo tarde al colegio con sus hijas cuando el corredor apareció como una exhalación, fiel a su costumbre.

Lo seguí con la mirada, como todos los días, y por primera vez, cuando pasaba justo por debajo de mi ventana, miró hacia arriba, directamente hacia mí. Me aparté bruscamente hacia atrás, a punto de volcar mi taza del café, pero incapaz de apartar mi mirada de sus ojos.

Nunca había visto una mirada más triste que aquella, ni una expresión tan asustada, sus pupilas grises parecían pedirme ayuda, consciente de que yo todas las mañanas veía sus idas y venidas, incapaz de hacer nada, lo vi desaparecer, como todas las mañanas y comprendí que no corría por deporte o por salud: lo hacía por miedo, escapando de sabe Dios que.

Era el miedo lo que le impulsaba a correr de aquella manera tan desesperada. Y cuando me miró supe que necesitaba ayuda.

No ha vuelto a pasar por delante de mi casa. Aquella fue la última mañana que lo vi. No sé nada de él, del motivo por el que ya no corre por mi calle, ni porqué tenía tanto miedo. Lo único que sé es que, en mañanas como esta, grises y oscuras, no puedo evitar estremecerme al recordar que sus ojos tenían el mismo color que las nubes que me hacen estremecer mientras, asomado a la ventana, espero volverle a ver.

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5 comentarios
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5 comentarios:

Diego Martínez dijo...

Igual cambió de ruta o se apuntó a un gimnasio.

Un abrazo.

La Trastoteca dijo...

Yo se porque estaba tan triste, estoy al 100% seguro de que le han contado lo que cuestan los precios de inscripción para la Maratón de Madrid para el año 2012, cuando me enteré yo me entraron ganas de llorar.
La entrada que has hecho me ha gustado mucho, se merece un +1.

Bruno Fernández dijo...

Seguramente no volvió a ser observado por el de la ventana y se sentía intimidado.

Interesante relato !!.

Salu2.

Rodrigo Rodríguez dijo...

Pues hay tantas opciones por saber que le pasó al "atleta" que vamos...

Pero bueno, yo pienso que se cansó de correr y aprovechará mas minutos para dormir.

Un abrazo.

Thiago dijo...

jaj cari, muy angustioso... La verdad es que si lo piensas, tienes razón, qué coño nos lleva a correr como gilipollas por toda la ciudad? escapando de qué? del infarto? de la gordura? de la angustia vital? jaja Tu post es toda una metáfora de la gran escapada y la gran carrera que es la vida...

Y además hay algo cierto que has retratado bien. siempre que mira a alguien fijamente, aunque vaya en un autobús, o en un tren, o lo que sea... al final parece que siempre, siempre, capta la mirada, aunque esté de espaldas... jaja Así que todos escapamos de algo y todos nos comunicamos de alguna manera que se nos escapa... ¿qué coño somos? ¿de dónde hemos llegado corriendo tanto? Y, sobre todo...¿a dónde carallo vamos tan aprisa siempre? jaja


Bezos.

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