Diremos adiós dentro de ...

El alma dormida.

Imagen | El tiempo ganado.

El alma dormida Camilo apagó el cigarro, reprimiendo las arcadas una vez más.

Todo había terminado, en cuestión de segundos su vida se había precipitado al vacío, había dado un giro tan brutal e inesperado que se sorprendía al descubrir que la Tierra no se había salido de su órbita. Nada.

Todo parecía seguir igual, ni una nota en el periódico (ni tan siquiera en el local), ni un breve apunto en el informativo. nada que se pareciera a “Camilo ha muerto en vida”. ¿Acaso haberse convertido en un muerto viviente de la noche a la mañana no era lo suficientemente importante como para llamar la atención de medio mundo?.

Todos esos doctores y expertos de medio pelo que recorrían el mundo en busca de vampiros, unicornios y sabe Dios qué, encontrarían interesante (sin lugar a duda) el hecho de que un  muerto viviente, un ser sin alma como él, recorriera las calles de la ciudad a pleno día, fuera al trabajo y fumara Braniff.

¿O no?, recordaba exactamente el momento en el que su corazón había estallado, su cerebro se había desintegrado y su sangre había dejado de correr.

Fue en el mismo instante en el que la puerta se cerró y perdió de vista tras él aquella silueta con la que se había familiarizado todos aquellos años. Trece años de su vida conviviendo con aquella espalda que ahora se alejaba para siempre.

Trece años, y no es por ser supersticioso, pero desde hacía una temporada (¿desde su último aniversario, tal vez?) las sirenas de alarma habían sonado estridentemente en su interior.

Era culpa de ellos haberlos ignorado, pero después de convivir tanto tiempo con una personal solemos caer en la falsa creencia de que conocemos su forma de actuar en todo momento. Y se había equivocado.

Se había equivocado al disculpar sus retrasos, su malhumor sin motivo aparente y su falta de interés para con él.

Era culpa suya no haber echo caso a los rumores de la gente, ni a sus acciones extrañas y misteriosas.

“¿Adonde vas?”.
A cenar con unos amigos; a una reunión de trabajo; a la oficina.

Creía a pies juntillas cualquiera de sus excusas porque necesitaba creerlas, porque tenía que aferrarse a la falsa esperanza de que todo seguía igual, de que aquello nunca acabaría.

¿Y ahora?. Todo se había roto con una facilidad abrumadora, como se apaga una vela junto a una ventana abierta.

¿Era aquello lo que describía a su relación?. ¿Una vela parpadeante durante trece años?. No hubiera explicaciones, ni gritos, ni tan siquiera un intento de disculpa. Sólo maletas en la puerta y un “adiós” mal susurrado y ya está.

Dos minutos bastan para acabar con una ilusión de trece años. Pero, ¿cuánto tardaría en eliminar los recuerdos?, ¿eran estos acaso una droga que había que depurar del cuerpo?, ¿o acaso quedarían marcados como un tatuaje indeleble en su alma?.

Sólo llevaba un par de días sin él, y era casi imposible seguir adelante. Se movía por inercia, pero en los ratos libres solía sentarse allí, en medio del recibidor, donde unas horas antes habían estado aquellas maletas, con una colilla en los labios, intentando retener un aroma que cada vez se diluía más.

Había perdido a casi todos sus amigos (todos decían que desde que había empezado aquella relación había cambiado) y su familia no estaba enterada de la desgracia.

¿Y qué?, ¿qué le quedaba ahora?, ¿ahora qué? y lo que más le atormentaba… ¿cómo podía suicidarse una persona que ya estaba muerta, podrida por dentro?.

Susana encendió otro cigarro y volvió a fijar su mirada en aquella puerta, por la cual, unas horas antes, se había ido su vida.

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