1.136 | Austeridad.
Relatos.
-- Hay dos colillas en el cenicero, así que no veo por qué no –.
-- O mejor espero a que llamen al siguiente y así calculo mejor el tiempo –.
-- Sí, eso, aprovecho el cambio de tercio para justificarme, no vaya a ser que se moleste alguien. No creo que me vayan a llamar la atención, están tan nerviosos por la espera y tan ahogados en su problema como yo, pero no me apetece otra discusión como la de la estación. Menudo pedazo de mula el barbitas aquel. Me dieron ganas de cogerle por su corbatita de burguesito venido a más y atarle a los pasamanos. Sé que tenía toda la razón, pero no tenía derecho ninguno a tratarme como a una delincuente. ¡Por Dios!, pero si las puertas estaban a punto de abrirse, y encima se baja cuando yo. Hice muy bien en llamarle todas aquellas cosas, pa' chula yo –.
Yolanda saltaba de sus pensamientos a la conversación entrecortada que mantenía, la pareja sentada al frente con el señor bajo y delgado que se balanceaba como en un carrusel a su lado. Desde esa posición se sentía observada. Había dudado entre sentare allí o en los sitios postreros de la oblonga sala de espera. La mesa de centro flanqueada por tres pares de piernas y su rotunda envergadura hicieron mella en su determinación. Además, iba tan ataviada.
Primero colocó las tres bolsas, la carpeta y el bolso sobre la primera silla. Los guantes, la bufanda y el abrigo sobre la segunda. Se sentó sobre la tercera.
-- No, no es necesario que se levante, estoy bien así –. Le contestó al hombre de la cuarta silla –.
Parecía moverse con dificultad a pesar de su aspecto joven. Le supuso no muchos más de treinta años. ¿Cuál sería su problema?, su historia, ¿en qué estaría trabajando?. A juzgar por su piel y sus manos no era al aire libre. No debía de estar cansado, o al menos no llevaba alianza, claro que en estos tiempos eso ya no quería decir nada. Quizás viviese con su novia, como su hija.
Los de enfrente, esos sí que lo estaban, se les notaba la resignada complicidad. No hacía falta buscar en sus manos y es que en el fondo ella era una privilegiada, su marido se había ido en el momento idóneo, en el cambio de tercio. Al menos en eso sí había acertado. Tanto que a veces lo echaba de menos. Quizás ahora.
Las manecillas del reloj solemne que colgaba sobre las cabezas de familia se negaban a girar. Parecían parte de un cuadro. El reloj parecía un cuadro más. Debía de ser eso. Estaba allí colocado para más gloria y contraste de aquellas vanguardias que se disputaban las paredes. O puede que fuese el reflejo de la orla lo que le otorgase aquella solemnidad.
Puede que el color beige de las paredes y la moqueta a tono invitasen al remanso y por eso el tiempo se hubiese parado en realidad. O puede simplemente que la nicotínica mente de Yolanda fuese demasiado deprisa para el tiempo. Yolanda necesitaba desesperadamente fumar. Y dejar de preguntarse por qué.
Había ojeado suficientes revistas como para caer en la cuenta de que no estaba leyendo nada, sólo pasaba palabras. Si alguien le hubiere preguntado al salir cuál era su revista favorita no hubiese podido contestar.
Y Yolanda tenía una revista favorita, sí. Y no era precisamente del corazón. El corazón que suspiraba por salir de la sala de espera. El corazón que se resistía a respirar. Vuelco al corazón, la puerta de la sala se abre con un oportuno chasquido. Justo a tiempo para salvar de la tentación a las manos que cacheaban el bolso.
-- ¿Yolanda Martín? –.
-- Sí soy yo –.
Yolanda ya estaba frente a la puerta cuando pronuncia la última sílaba, retrocede.
-- Puede recoger sus cosas a la salida, si lo prefiere… –.
-- Sí, será mejor así –. Se lleva la carpeta y el bolso.
-- Por aquí, por favor –.
-- Gracias –.
Poco antes de la puerta del despacho se fija fugazmente en un cuadro que cuelga en el pasillo. Le resulta familiar el paisaje arbolado. No acierta a saber por qué, tal vez algún personaje.
La puerta del despacho está abierta, al llegar al umbral se despide de su acompañante que le precede y sigue avanzando. Medio paso. No llega a un paso.
La corbata, la mula, un abogado, con sonrisa de abogado, con traje de abogado. Con paso de abogado se dirige hacia ella. Completa el medio paso que faltaba y cree cerrar los ojos para evitar el impacto. Le estrecha la mano, mano de abogado.
-- Hola Sra. Martín. Soy José María Benítez. Pase y póngase cómoda –.
-- Muchas gracias, muy amable. No lo diga, ya sé que me va a cobrar lo mismo esté o no de pie –.
No sabe cómo, pero reacciona, se acerca hasta la silla mientras la mula sigue rebuznando, ahora más bien como un cervatillo, ¿qué hacen los cervatillos?, se pregunta.
-- Yo no lo hubiera dicho mejor, me ha quitado las palabras de la boca, ¿le importa que fume?, ¿fuma usted? –. El impecable abogado ofrece un Ducados Rubio a la señora.
-- No gracias. Lo estoy dejando. Pero puede usted fumar si le apetece –.
-- Dura tarea esa. La envidio, créame, yo no sería capaz (Benítez vuelve a guardarse el paquete de cigarrillos en el bolso de su camisa azul celeste, como sus ojos). Y bien… ¿qué puedo hacer por usted? –.
Yolanda abre las tapas color nácar, a juego con sus complementos, de su carpeta y ofrece su contenido al abogado mientras va contando las peripecias de su caso. Benítez intercala alguna pregunta pertinaz entre el discurso. El reloj vuelve a contar.
-- Bueno, y así es como están las cosas. Usted dirá-.
El abogado guarda un leve mutis, mutis de abogado en juicio oral mientras observa cautelosamente la firme mirada de unos ojos claros, a tono con su presencia. La presencia de una mujer joven por necesidad.
-- Sra. Martín, le voy a ser franco. Como usted sabrá, ya me he percatado de que es usted una mujer a la que le gusta llamar a las cosas por su nombre, y también se habrá dado de que a mí me pagan por conocer la ley, entre otras cosas. Así que no me andaré por las ramas. Ha hecho usted un trabajo administrativo ejemplar, pero la vía administrativa termina aquí. Sinceramente, yo no iría al juzgado de lo social por un reintegro de gastos de poco más de 500 euros –.
-- Lo comprendo y se lo agradezco, pero dígame, ¿tengo razón o no? –.
-- Tiene usted toda la razón, y no se lo digo sólo como abogado, y casi con toda probabilidad cualquier juez se la daría, pero no es esa la pregunta que se debe hacer… –.
-- ¿Cuál entonces? ¿hay algún otro motivo? ¿acaso cree que lo hago por los 500? –.
-- No, en absoluto. Lo que yo quiero decir es si usted cree que merece la pena gastar su dinero para que le den la razón. Como podrá ver ya no le hablo como abogado, es injusto, pero ¿cree usted que merece la pena hipotecar su tiempo y su razón?…
Silencio. Silencio de mujer.
» Bruno Fernández.
Mmmm interesante historia. Igual no merecía la pena por los gastos que conlleva el juicio y eso.
ResponderEliminarUn saludo y te sigo leyendo.
Perfecta descripción de un abogado: la mula sigue rebuznando, jejeje.
ResponderEliminarMe ha gustado la historia.
Un besito.
Yo también lucharía por los 500 pavos.
ResponderEliminarUn abrazo chiquitín !!.
Bueno, nos queda por saber si al final ganó el juicio de los 500 eurillos.
ResponderEliminarUn abrazote.