30 abril 2014

Endiablada.

1.126 | Endiablada.
Noches de alcoba.
Relato no recomendado para menores de 18 años.

Endiablada
Editorial Harwin

Estaba por fin sola en mi elegante oficina y me di cuenta que mi mente vagaba sin rumbo dándome la sensación que deseaba esconderse de lo que era evidente.

En otra circunstancias yo habría llamado a eso, evasión, pero este no era el caso, porque si algo tenía yo claro era que no quería evadirme de lo que me estaba pasando, sino enfrentarlo. Pero no sabía como.

Y es que era quizás, la primera vez en mi vida, al menos no recordaba otra, en que no sabía como actuar.

Porque si algo define mi carácter, es la disposición natural a enfrentar los problemas y encontrarles la adecuada solución, con inteligencia, a veces con cautela pero nunca eludiéndolos. Eso me había dado una bien ganada fama de ejecutiva y a mi me complacía responder a ella, porque además había sido el cimiento de mi éxito profesional.

Fuese ese éxito el que me llevó a mi empresa a enviarme a América para hacerme cargo de la instalación y desarrollo de la filial. En ello había puesto todo mi empeño, mis conocimientos y mis acciones, de modo que ahora, de algún modo, me sentía plenamente satisfecha, debiendo reconocer que Marcela, había sido una ayuda extraordinaria trabajando codo a codo conmigo.

Yo no puedo definir con certeza el momento en que descubrí que la percepción que tenía de Marcela comenzó a transformarse, de la simple complacencia por la calidad de su trabajo y lo delicado de su trato, a esa especie de admiración por la forma como ella llenaba el espacio y se movía en él como marcando una presencia que parecía permanecer en el entorno una vez que ella se marchaba.

El cambio había sido una metamorfosis maravillosa que me llevaba desde una etapa placentera a otra de placer mayor.

Podría haber sido su elegancia para vestir, su conversación chispeante, sus soluciones adecuadas la forma armónica como manejaba el personal a su cargo, o su indudable valor como esposa y madre, porque Marcela era casada, y mi soltería siempre me hacía envidiar un poco a estas mujeres esposas y ejecutivas tan modernas, tan actuales y que hacían sin problemas lo que yo hacía y algo más.

Entonces, mientras sentada frente a mi escritorio miraba mis manos, pensando en otra cosa, evocaba plenamente el momento del estímulo que me había hecho saltar la barrera con Marcela. Porque mi problema había sido eso que yo llamaba, el temor de no ser comprendida por ella.

Yo sabía muy bien lo que me pasaba, el camino que había recorrido y al punto que había llegado. Identificaba plenamente mis anhelos de posesión de esa mujer encantadora, mis ansias de caricias descaradas, mi calor casi malsano que quería compartir con ella, mis fantasías incumplidas abrazando día a día mi cuerpo y no tenía problema en reconocer como me sentía y no tenía conflicto en admitir que la deseaba casi con desesperación.

¿Pero como me comunicaba con ella si no me daba ni una sola señal que me hiciera pensar que deseaba vivir esta situación común conmigo?.

Hasta que llegó esa tarde en que al termino de una conversación casi intrascendente y casi sin que pudiera presentir sus movimientos, sentí mis manos entre las suyas y su voz casi apagada, sensual ald decirme: "Querida… tus manos me parecen hermosas y solitarias (luego presionándolas hasta que pude notar su pulso), parecen manos suaves".

En ese momento no dijo nada más, pero cuando ella abandonaba mi oficina, me pareció que había dejado en mi la invitación que estaba esperando en medio de mi hoguera. Entonces sucedió.

Sucedió esa misma tarde allí, en un rincón tranquilo de su oficina que supinos llenar con la liberación de nuestras primeras tensiones, y sucedió luego ese jueves en el interior de mi coche cuando ella me llevó a casa después de esa junta, y sucedió luego en un momento aparte, en su propia casa, cuando ella me invitó a la celebración del cumpleaños de su esposo, y sucedió de nuevo en el aeropuerto mientras nos mirábamos tomando un café y ninguna de las dos pudo contenerse y sin terminarlo nos fugamos hasta el baño y vivimos esos diez minutos que no se pueden narrar y sucedió cualquier sábado por la tarde cuando con el pretexto de ir al cine ella abandonaba su casa y vivíamos en mi apartamento las formas más creativas de esta pasión nueva y arrebatadora, que no queríamos perder, sino perfeccionar cada instante, descubriendo nuevas y perversas formas, acomodándonos en el espacio, llenándola de voces prohibidas, cambiándonos de nombre para renovar la pasión con nuevas identidades y describiéndonos lo que cada una quería ser para la otra, como para prolongar nuestros cuerpos en una fantasía que se hacia realidad en cada encuentro.

Pero cuando pienso en lo que he vivido con Marcela, encuentro que lo más excitante y cautivador, más que lo que hacíamos era lo que nos adivinábamos, porque eso podía excitarnos hasta el éxtasis.

Porque ella me decía que en medio del trabajo, rodeada de su personal, en la mañana o en la tarde, era capaz de sentir como mi miraba de adueñaba de su cuerpo sintiéndose deseada y acariciada y como la piel se le llenaba de evocaciones tan solo de pensar que mis ojos estaban fijos en ella y que al entrar en mi oficina y enfrentar mi mirada, se desencadenaba en ella un latido profundo e íntimo que no la abandonaba al salir y que la acompañaba mientras caminaba por el largo pasillo hasta el tocador donde por fin podría proporcionarse el anhelado disfrute que la hacía descansar en medio de placeres descontrolados.

Marcela me narraba en voz baja, todo lo que sentía, allí simplemente en medio de la gente, viviendo nuestro mundo paralelo y secreto, y yo escuchando su confidencia me dejaba abrazar por una felicidad concreta, real, porque era verdad que yo al mirarla circulando entre su gente, quería tenerla asidua a mi con mi mirada, para recorrerla como lo había hecho antes y como lo haría después y su relato despertaba en mi cuerpo una vivencia perturbadoramente excitante, a tal punto que ninguna de las dos nos atrevíamos ni siquiera a tocarnos en esos momentos, seguras que si lo hacíamos, sentiríamos un descarga que nos arrojaría a la una en brazos de la otra allí en ese mismo lugar.

Fue solamente un mes de locura compartida y deseo desbordado, sin que ninguna quisiera explicación alguna que rompiera el hechizo, viviendo plenamente todo sin esperar siquiera que volviese a repetirse algún día, porque en ese caso, quizás, hubiésemos reiterado algunas caricias, quizás hubiésemos creado algunas rutinas destructoras del encanto.

» Bruno Fernández.

4 comentarios:

  1. Menudos tres días de relatos eróticos, este me ha gustado.

    Un saludo y te sigo leyendo.

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  2. Oleeee... ¡Me ha encantado!.

    Un besito.

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  3. Muy buen relato... ¡Me ha encantado!.

    Un abrazo chiquitín !!.

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