840 | La irreverencia de un poeta.
Relatos.
Estaba en mi habitación en la madrugada a oscuras, como siempre que se quiere visualizar más de la belleza poética del mundo. Si me alumbrara con una triste y vacilante luz de vela, la magnificiencia de la oscuridad perdería todo su maravilloso encanto.
La luna estaba hermosa y tan brillante como una copa de vino, me encontraba acompañado únicamente de mis sueños rotos y mi buen hachís… Algunas veces, cuando el tiempo me lo permite, saco mi vino blanco, un poquito de opio, amaranto y preparo un poco de láudano para purificar los dolores del corazón.
Pero esa noche no, sólo el buen hachís y lo que su ingestión me abría… secretos que ahora atesoro en mi cerebro.
En esos albores, absorto me encontraba cuando, de pronto, de la ventana aparecieron tres deslumbrantes demonios que en mi ensoñada mente confundí con Minos, Eacos y Radamanto. Pronto descubrí que era un diablo y dos diablesas de sorprendente hermosura terrenal.
El tercero tenía un aspecto sonriente, era calvo y de orejas puntiagudas, ojos sombríos y pequeños; y, en la frente, pequeñas protuberancias que pronto descubrí como pequeños y afilados cuernos. En el cuerpo tenía tatuado desde la tentación de Eva hasta el fin del mundo; lo más impactante eran las majestuosas alas que les daban un aire de Gárgolas de alguna catedral gótica de París.
Las diablesas se postraron en el suelo en una pose de reverencia y el diablo se me aproximó a donde estaba tendido.
-- ¿Acaso eres el trismegisto o sólo un demonio un demonio más de cualquier círculo del infierno? –. Pregunté al demonio en un tono sarcástico que quizá debió haberle molestado.
-- Yo soy lo que ves y lo que tu triste entendimiento de lo metafísico puede captar de mi. He venido acá para ofrecerte la inmortalidad humana, la hoz de la muerte jamás osaría segar tu existencia –.
El lóbrego demonio me miraba estoicamente, tenía las manos en la cintura y sus alas ondulantes por el viento. Habrá sido el efecto del buen hachís o la magnificente presencia de los tres demonios dionisiacos, pero el cuadro me parecía de un hermoso muy perfumado… Las diablesas tocaban unas misteriosas ocarinas que brillaban y evocaban en mi mente la grandeza del averno.
-- Demonio, ¿para qué quiero vivir eternamente en los infaustos tormentos de una vida terrenal llena de aristocracia hipócrita, pudriéndome en vida y siendo devorado por gusanos humanos, llenándome de hiel la existencia?. Lo peor, señor Demonio, es nunca paladear las delicias de la muerte, aquel encantador sueño mortuorio tan reparador que purifica la esencia del lerdo modo de vivir de nosotros los terrenales. ¡No!, yo quiero morir y visitar los infiernos, quizá domar a Cerbero, tomar un buen vino español con Carón; y, si mi suerte es tal, llegar al reino de los cielos y preguntarle a Dios por qué me hizo poeta partidario de los demonios, a tal grado que entran en mi casa y a mis sueños como si suya fuera la humilde residencia. Quiero morir, rechazo tu oferta.
El Demonio sonrió moviendo la cabeza, me dio la espalda y caminó hacia la ventana, las ocarinas me fascinaban, el demonio se detuvo un momento y se volvió hacia mi.
-- ¿Qué deseas entonces, que anhelas más que vivir eternamente? –.
-- Deseo comer una nueve y tatuarme el brillo de una estrella en el corazón –.
El Demonio rió y salió por la ventana, las diablesas dejaron su instrumento de viento y se me acercaron con un andar delicioso. De no ser por el extraño olor a azufre hubiera jurado que eran unas Sílfides, de las cuales habla Chateubriand.
Tomaron mis muñecas y dieron sendos tragos a mi oscura sangre; y, con una mirada seductora, me dejaron, siguieron al Demonio, me quedé en el suelo viendo mis muñecas sangrar cual un Cristo estigmatizado en un tronco por cruz.
-- Beban de mi sangre una alianza eterna –.
La noche seguía iluminada por la luna, el viento calaba mis huesos y yo sólo soñaba con las nubes… de cuando en cuando con una estrella.
Autor | Daniel Saborío.
Celso Bergantiño | @moradadelbuho