368 Atardeceres
Playa Vilar – Ribeira (Panoramio)
Dicen que los atardeceres son bellos, en especial lo que se observan en la playa, cuando ves como el sol, agonizante y cansado, se hunde en las sombras para dejar paso a su nocturna amante, la Luna.
Dicen que es el contexto perfecto para dos enamorados, el contexto perfecto para relajarse solo, dicen que es un bello fondo para un cuadro, un buen recurso para una historia, un genial paisaje para perderse en el silencio.
Los atardeceres, ya estás triste o eufórico, ya estás perdido o en la mitad del camino, llegan a ese claro despejado de nuestro interior y despiertan nuestros sentimientos, sean cuales sean éstos.
Un rojo sanguinolento tiñe las nubes bajas y el horizonte se abre, brillando en una extraña luz, una gama de colores cubre el cielo, el azul va oscureciéndose y todos los colores de la luz van apareciendo, rondando casi a nivel de suelo.
En los atardeceres, la flores se despiden y se acurrucan, listas para un profundo sueño. Los búhos se despiertan, ululan a las estrellas y rinden tributo a la noche.
En los atardeceres también el tiempo parece detener su incesante corriente, breve pero notablemente. En resumen, los atardeceres idílicos ya comentados, con un chico que vaga solo, meditabundo, por la arena a la orilla del mar.
Las primeras y madrugadoras estrellas se abren paso en el cielo y el sonido del mar, lento y pausado, es rítmicamente relajante.
Los ojos del chico, de un azul desteñido, brillan por las lágrimas. Su pelo, del color de la paja estival, ondea levemente al viento.
El chico vaga todas las tardes por la playa, siempre triste, siempre al son de los últimos latidos de un sol otoñal que se esconde pronto. Al chico le gustan los atardeceres, al igual que le gusta la textura de la arena en sus pies, por eso viene, porque aquí nota la soledad y la compañía más que en ningún sitio.
Nota que sus problemas son llevados por la brisa y que su llanto se ahoga bajo el abrumador oleaje. Siente que su alma vuela por breves instantes junto a las altivas gaviotas, y que ve mil mundos nuevos por encima de las nubes.
Pronto vuelve a caer, como gaviota sin alas, a merced de la realidad. Camina lentamente, aparentemente sin rumbo, hasta llegar a las rocas, tumba de sus sueños y colchón de su espíritu. Escoge, como siempre, una plana y alta, las que más osa adentrarse en el mar.
Cuando llega allá deja reposar la mente, no vuelve a pensar en sus problemas, ni tampoco piensa en ella. Tan sólo deja correr sus inagotables lágrimas por las mejillas; tan solo, él siempre está solo. Aunque camine cada día entre una multitud de personas, esas personas no le comprenden ni le escuchan; no le prestan atención ni le dejan liberarse, por eso prefiere el mar, fiel y silencioso confidente de secretos.
Solo hay una persona con la que se siente bien, Susan. Ella siempre le alegra el día con una sonrisa y lo hechiza con sus ojos, dos esmeraldas perfectas. Susan le divierte con sus canciones improvisadas y le sube al cielo con sus efímeros roces. Susan, su Susan, su chica de ojos verdes.
Él la quiere, la quiere demasiado, daría su vida por ella, daría mil vidas sólo por acercarse a sus labios.
Ella le llena, ella es el motivo de su existencia, el origen y la solución a sus miedos, ella es la razón de su insomnio y su sueño más bello. Pero ella no lo sabe por miedo a ser rechazado, él nunca le ha dicho nada, por miedo a romper su débil amistad, él ha permanecido en silencio, guardando en secreto su amor.
Sólo el mar lo conoce, sólo el viento ha oído los diez mil "te quiero" que debería haberle dicho. Se ciernen ya las sombras de la noche y el horizonte apenas se distingue; mar y cielo se funden en un mismo tono, y la Luna es reflejada por las olas.
Es hora de volver a casa. Coge el camino de los olmos para volver, una antigua avenida que en otoño se llena de matices dorados y pardos. Mientras ve las hojas caer, piensa que no puede seguir así, que tiene confesarle a Susan todo lo que siente; tiene que decirle que es su estrella, y que brilla en las sombras más que ninguna otra; tiene que decirle lo feliz y contento que está cuando sabe que va a verla.
Pero vuelve a asaltarle las dudas, "¿y si después ya no quiere saber nada de él?". Cuanto más lo piensa, más duda y decide vaciar su mente otra vez de todo pensamiento.
Una vez en su casa, coge el teléfono dispuesto, pero tan sólo deja que suene dos tonos antes de colgar. Y así, sin haber llegado a hacer nada, termina el día para él.
Una hora antes, de vuelta a nuestro atardecer, aunque muy lejos de la playa, nos encontramos a Susan.
Está apoyada en el mirador de la colina, el sitio con mejores vistas de la pequeña ciudad, desde allí divisa el Sol, escondiéndose tras el horizonte.
Está pensando en un chico, un chico que va todas las tardes a la playa. Está enamorada de él, es un amigo suyo. Pero ella cree que nunca podrá haber nada entre ambos, él es demasiado guay. Es un chico simpático y divertido; sabe muchas cosas sobre Ciencia y Tecnología, y a ella le encantan las conversaciones que tiene con él, donde le cuenta cosas tan interesantes.
Él siempre está ahí, cuando ella ha tenido algún problema, él siempre le ha ayudado. Pero últimamente ella lo ve triste y pensativo; le gustaría ayudarle, pero él no le dice nada. Si supiese lo guay que es.
Susan piensa que no le dice nada porque para él no son tan amigos, ella cree que no confía en ella. Le gustaría decirle muchas cosas, pero sabe que no servirían de nada, ellos nunca acabarán saliendo, y su corazón ya se ha roto demasiadas veces, le gusta el Mirador porque está rodeado de bosque, y ahora en otoño es ciertamente bello.
Los pájaros cantan hermosas baladas y de los árboles, las rocas y en el camino llegan murmullos, difusos como ecos, de la vida de la montaña.
Ella ha sido siempre una chica muy sencilla, y le gustan las cosas sencillas. Allí se sienten bien, y dejan volar su imaginación pensando en cómo le besaría.
Pero se hace tarde también allí en la montaña, y tiene que volver a casa, tristemente feliz, ilusionada con lo que un día pueda pasar, y melancólica de lo que sabe que no pasará.
Pero, hoy vuelve a casa un poco más extrañada que el resto de días; hoy, mientras le miraba al rojo Sol, ha sentido como si el viento le hubiese transportado un breve "te quiero".
Y ha sentido que en algún lugar bajo las olas, en algún lugar sobre la arena, alguien ha llorado por ella.