Imagen | Fotografía en ByN.
Bernardino no tenía deseos. De ninguna clase. Los perdió cuando una fatídica mañana de domingo, a la salida de misa, el autobús número 18 atropelló a Vinagre. Él y su madre, Doña Serafina, lo sintieron mucho, pero sobre todo Bernardino, que cuando vio que aquel chucho que le había hecho compañía desde su más tierna infancia había fenecido, lloró comedidamente sin rebasar los límites que aconsejan las leyes del decoro, por aquello del qué dirán. Porque cuando aquel urbano atropelló a Vinagre, la Plaza de la Iglesia estaba a rebosar, y claro, todo el mundo vio el desfalco. Finalmente, entre dijes y diretes, todo quisqui estuvo de acuerdo en que la culpa la había tenido el pobre bicho, con lo cual, la cuestión se dio por concluida y todos se fueron a sus quehaceres dominicales.
Y la verdad es que fue algo muy doloroso, en un momento allí estaban todos tan arregladitos, Bernardino en su amondongada soma y con tanta gomina en el pelo y Doña Serafina, gafas en ristre, con aquel mantón tan bien colocado, que hasta parecían felices. Total, que al momento siguiente Vinagre iba al lado de Doña Serafina, no sé que hizo y lo planchó el autobús… Un autobús de barrio.
El caso es que cuando ese día volvieron a casa prefirieron dejar el pollo al chilindrón que comían todos los domingos para otro día, porque siempre las sobras se las daban al animalito, que para ganárselas tenía que realizar una serie de cabriolas y saltimbancadas que de puro milagro conseguía efectuar sin perder ningún incisivo, canino, molar, premolar o colmillo alguno. Así que decidieron comer habichuelas con patatas cocidas en señal de duelo.
A partir de aquel entonces, Bernar dejó de desear cosas, lo que le convirtió en el primer hombre capaz de no desear nada. Esto le sirvió para adelgazar unos 35 kilos, ya que, al carecer de apetito (de toda clase en general, del culinario en particular) solamente comía aquello que le servía para mantenerse con vida y, además, para que en la Villa del Trebolar, su pueblo natal, se alzara un majestuoso busto en el broncíneo metal del dueño del locuelo, pero “milagroso” perro, al fin de rememorar tan determinante fecha. Y recalcamos lo de “milagroso” porque al igual que toda acción tiene su reacción, y que a todo cochinillo le llega su San Martín, la atrebolada Villa tuvo sus 14 minutos con 59 segundos de gloria gracias al bueno de Bernardino.
“¡Pero claro!, ¡a precio de que!”, dirán ustedes, pero es que aquello era lo de menos, la cuestión era estar en el candelero durante un tiempo, por aquello del turismo que viene tan bien a la economía del lugar, y lo que impera es lo que impera, dejémonos de moralidades y de éticas que al cabo, hoy por hoy, no nos conducen a nada.
El caso de Bernardino salió en las páginas de sucesos de varios periódicos comarcales. Nadie pensó, y mucho menos Doña Serafina, que aquel despistadillo muchachote acabaría apareciendo en los noticiarios… pero con la de vueltas que da la vida, cualquiera sabe. Y así, el gran acontecimiento en el que se había convertido la muerte del pobrecito de Vinagre se fue olvidando entre los entresijos del tiempo, y pasó la primavera, y el otoño, y sin querer los habitantes del Trebolar se dieron de bruces con la Navidad, y tan de morros les pilló, que si no llega a ser por las monjitas de clausura se quedan sin turrones, mantecados, polvorones y demás familia.
Bueno, en realidad y para ser justos, a la única que no le había pillado de sorpresa fue a Doña Serafina, pero eso no sorprendió a nadie, porque con lo beata que era ya le valía… Con decirles que por su hijo querido había puesto unas cuantas mandas, ya se harán una idea. En concreto hubo dos de las que se tengan segura noticias: una a San Antonio bendito para que le encontrara una novia apañadica que no gastara demasiado, porque con los tiempos que corrían no estaba el panadero para gastar en bollos de más, y otra a San Pancracio para que el ayudara a encontrar un trabajo, el que fuera, pero que trabajase, que con la pensión de ella llegaban a duras penas a final de mes.
Principalmente las mandas consistían en ir andando, en peregrinación, que para el caso venía a ser lo mismo, hasta pueblos más cercanos, Robleral del Camino, que distaba del Trebolar unos 4 kilómetros. Si, tampoco es que parezca tan terrible, pero es que Doña Serafina había prometido hacerlos descalza, con los padrastros que tenía y todo, la pobre mujer.
Al San Pancracio de plástico que de toda la vida de Dios había estado en la cocina sosteniéndole el perejil, lo acabó semienterrado en una maceta de perejil, no para que creciera, sino para que le fuera más efectivo… Pero ni con esas.
Bernardino no reaccionaba ni a la de tres. Ni siquiera tenía ilusión de vestirse por las mañanas, titánica tarea que con precisión de reloj suizo se encargaba de realizar su señora madre todos los días. Después lo sentaba en una mecedora de diríase de mimbre y allí lo dejaba hasta la hora de comer. Y luego lo mismo hasta la hora de la cena, hasta que, pasada una hora poco más o menos, lo acostaba. Esa era la vida de Bernardino. No había más.
Ya hace bastante años que no voy al pueblo, casi desde que estoy totalmente instalado en Teruel, pero creo que ya va siendo hora. La última vez, Bernardino estaba en su momento más álgido de paranoia, ya si que era verdad que no hacía nada. Sentí lástima por él, que cogí y le compré un gato de angora. Una monada de bicho, la verdad. Hasta me gustaba a mí, y miren que yo con los animales no hago muy buenas migas, siempre acaban saliendo saladas, pura bazofia, en serio.
El caso es que aquella bola de pelos fue aceptada en la casa de Doña Serafina, que le puso de nombre “Pimpollo”. Bernardino en un principio miró a “Pimpollo” con cierta cara de asco, pero como no hizo ningún gesto ni dijo nada, Doña Serafina y yo lo tomamos con un “sí, quiero” y allí lo dejamos a los dos: Bernar sentado en la vieja mecedora mirando al vacío y con la mirada perdida y el peludo gato sobre su regazo y medio refunfuñando.
Ahora este hombre debe de estar muy mayor ya. Me pregunto si su madre todavía andará cuidándole. Es triste… la vida digo. En fin, una vida entera desperdiciada por la muerte de un mísero perro que ni siquiera tenía donde caerse muerto. Atravesar todos los años de su existencia tapándose las narices.
Es triste… esta vida, digo.
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